
Lo llamé diez veces, no contestó, y eso que siempre tiene a mano su celular. Que tonta, quizás en el cielo no tome la señal.
No puedo creer que se haya ido, que no esté al alcance de un teléfono y que su gracioso nick de colores no aparezca como conectado. Y él que se decía Dios.
Se supone que para él no hay muerte (ni siquiera para Nietche) pero no está, se marchó sin avisarme, sin un correo o una llamada. Tanto que aparecía por estos lados y llegó el momento en que no lo vi más.
Mi mamá me pregunta si quizás lo he visto pasar por ahí, eso es imposible, no pasa desapercibido para nadie, al menos para mí.
Sigo mandándole mensajes de texto. “Te necesito”, “Te extraño” “Dime dónde cresta te metiste”, “Volverás algún día” Nada, no responde, y yo ya quiero volver a llorar.
Y es justo en estos momentos de lluvia cuando lo recuerdo más todavía, cuando me abrazaba, reíamos y me decía cosas al oído. Nunca fui tan feliz con alguien, nunca extrañé tanto hasta el extremo de sentirme perdida en el camino.
Recordé el primer día. Lloraba y llovía, tal como hoy, se acercó, sin palabras, me sonrío y con un abrazo curó tantas heridas. Me dijo que caminara con él, y yo lo seguí. No me pregunten por qué, yo no suelo seguir a extraños. Fui feliz, me hizo feliz.
Sigo llamándolo, resignada y justo en este momento recuerdo…Cambió su teléfono, y antes de partir a casa olvidó dármelo. Mejor dicho no quiso, dijo que estaríamos cerca de todos modos, yo no entendí…
Ahora que dejó de llover quizás entiendo un poco mejor. Me miro al espejo y lo veo. Algo de él en mi cara, en mi boca, en mi voz… sí, estuvo siempre conmigo. Quizás de quien sea el número al que estaba llamando, definitivamente no era el de Dios.
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